Eran cerca de las doce del
mediodía en los comienzo del mes de julio, día caluroso de esos que aparecen
cuando comienza, en serio el verano en España. Mi mente estaba más ocupada en
arrepentirme de llevar el traje y no haber escogido una indumentaria más
fresca. Había quedado a la hora en punto y, como de costumbre, yo ya estaba
esperando a mi cliente.
El objetivo del día estaba un poco
difuso. La única razón de estar allí, sin saber cuál era mi cometido, era que
ya había trabajo para el cliente y los "métodos" me eran familiares.
La hora, y mi cliente, llegaron y tras el saludo correspondiente nos dirigimos
a las oficinas centrales de la empresa con la que mi cliente había quedado.
Intuía que mi misión era la de
asesoramiento ante la posibilidad de que mi cliente pensara en realizar alguna
inversión en la compañía en cuya sede nos encontrábamos en ese momento. Como
digo, ya había estado con mi cliente en situaciones similares.
Entramos en una sala de reuniones,
amplia, un poco dejada (en cuanto a su decoración) y con cierto olor a rancio.
Lo mejor de todo era lo fresquito que se estaba.
Al cabo de cinco minutos se habían
hecho las presentaciones y todos los asistentes nos encontrábamos sentados. El
objeto de la reunión era el que presuponía. Mi cliente quería comprar la
compañía. Yo, mientras escuchaba mucha verborrea sobre lo buena que era la
empresa a comprar, miraba de reojo un inmenso paquete de documentación que
habían dejado a mi izquierda. En ese momento, ya sabía que en breve iba a tener
que quemar mis cejas en esa ingente documentación. Rezaba para que tuviese
mucha "publicidad" corporativa que no me hiciese perder el tiempo.
Había un directivo de la empresa
que no hacía otra cosa que mirarme con disimulo pero era poco eficaz. Saltaba a
la vista que estaba muy intrigado con mi presencia. Parecía impaciente por ver
mi expresión cuando empezara a revisar la documentación proporcionada. Nada más
lejos de mi intención. No iba a dedicar un segundo a mirar la documentación en
aquella reunión. Ya tenía claro cuál iba a ser el encargo de mi cliente. En ese
momento, simplemente acompañarle para dar una mayor relevancia a su visita.
Después, que me "comiera" la documentación y que le aconsejara la
compra y le proporcionara un valor objetivo. Yo sabía que en el caso de que la
compra fuera una buena inversión, mi cliente, no se iba a contentar con un
simple consejo. Querría poder valorar un análisis contundente de la inversión.
Tampoco me importaba mucho, lo prefiero así.
Finalizada la reunión, y después
de recibir consejos de los directivos sobre cómo debía analizar la
documentación busqué con la mirada la puerta de salida. La de escape, aunque
sabía que la temperatura fuera era altísima. Prefería una bocanada de aire
caliente a la sensación de hastío que se había apoderado de mí.
Mientras bajaba las escaleras,
porteando la ingente cantidad de documentos, pensaba en lo poco que iban a
durar esos directivos ahí fuera. La empresa iba a ser comprada por mi cliente o
por otro, y al poco esos directivos iban a engrosar las listas del paro o, en
el mejor de los casos, iban a ser degradados.
Estaba claro que entre el
propietario y los directivos había un acomodamiento a la situación que hacía
pensar, al propietario, que tenía una joya; y a los directivos que eran
imprescindibles. Cuanta mediocridad.
Cuando mi cliente recuperó el
sentido después de enfrentarse al calor que golpeaba con mayor dureza, miró su
reloj. Eran las dos y media, y el estómago reclamaba su avituallamiento. Mi
cliente no es de los que perdonan un buen almuerzo y, yo ya tenía claro, que mi
día estaba amortizado. Era cuestión de que discutiese con mi cliente el
objetivo real de mi trabajo, honorarios, tiempos y formas de trabajo. Lo de
siempre.
Durante la conversación con mi
cliente recibí información adicional sobre el caso. La empresa que se quería
comprar disponía de una línea de negocio común con la de él. La línea de
negocio se había determinado como estratégica para los próximos años. Se había
determinado que, al igual que el país, el despegue de la empresa de mi cliente
se iba a producir a partir de ahora y la punta de lanza era esa línea de
negocio.
En la línea de negocio compartida,
la empresa objeto de compra tenía una posición dominante y se había granjeado
la confianza de los clientes. Realmente su posición, en este caso, venía
determinada más porque tenía un despliegue geográfico más adecuado para tal
fin. Por ello, mi cliente me insistía en su interés en ese aspecto.
Después del café y con su bebida
espirituosa de rigor, mi cliente aumentó su verborrea sobre la operación. En mi
cliente era habitual, y yo tenía claro que lo que iba a escuchar serían los
planes de futuro para la empresa que pretendía comprar.
En primer lugar me describió la
estructura interna de la empresa. La de su accionariado, una empresa familiar
constituida por sendas familias. Dentro de la sociedad trabajaban hijos de los
fundadores. La verdad es que este aspecto no tenía mucho interés, para mí,
salvo conocer si la decisión de la venta era compartida por todos los
accionistas.
Seguidamente me describió una
estructura operativa ineficaz, personal mal preparado y unos niveles
productivos pésimos. Es evidente que, mi cliente, utilizaba como patrón
comparativo a su propia empresa.
Mi cliente pidió su segunda copa y
comprendí que era el momento de manifestar mi opinión antes que mi cliente
fuera perdiendo sus facultades para un pleno raciocinio. No había partida de
mus, pero mi siguiente manifestación fue un órdago en toda regla: "Estoy
dispuesto a colaborar contigo en el proceso, siempre y cuando me designes como
consejero delgado de la empresa cuando la compres. De esa manera seré la
persona que indique al equipo directivo, que designes, el camino a
seguir".
Tras los tira y afloja, en
términos económicos y duración de mi intervención, cerramos el acuerdo con un
apretón de manos. Al día siguiente me ocupé de formalizar el contrato y sus
condicionantes, que lo bien hecho bien parece.
El encargo tenía un primer
horizonte claro. Antes de que acabara el mes había que decidir si se mandaba
una oferta seria y, por supuesto, su cuantía y forma. Si todo fuera bien, y se
formalizara el acuerdo, mi cliente mandaría a su equipo el primer día de
septiembre para tomar mando en plaza; y a mí como consejero delegado. Tenía por
delante escasos veinte días para argumentar, sólidamente, ante mi cliente la
bondad o no de la compra junto con el valor objetivo.
De nuevo me encontraba saliendo de
las oficinas centrales, en este caso de mi cliente, acarreando la voluminosa y
pesada documentación que los vendedores habían proporcionado. Las oficinas eran
diferentes pero el calor y el peso de los papeles era idénticos.
Era el momento de empezar. A
partir de ese momento mi despacho se compondría de una gran mesa donde
desplegar toda la documentación de la empresa objetivo, mi mesa de trabajo, dos
pantallas para trabajar con el escritorio extendido y la pizarra. Con todos los
accesorios en orden, llegó el momento de trabajar...